lunes, 5 de octubre de 2020

Expertos vs cuñados: ¿buenos y malos? No tan simple

 


Imagen: el «cuñado» de los geniales vídeos de Santi Gª Cremades (@SantiGarciaCC)

29/09/2020

 La pandemia de coronavirus ha puesto de manifiesto multitud de cosas. Una de ellas es el papel de los expertos y su autoridad. Como durante el confinamiento se canceló también el fútbol, multitud de “cuñados” que antes se dedicaban a poner en su sitio a los entrenadores cada vez que su equipo perdía un partido, entonces se ocuparon de pontificar sobre virología, epidemiología y economía. La reacción de virólogos, epidemiólogos y economistas fue la de exigir un respeto a su autoridad como expertos y denunciar la temeridad de opinar de asuntos tan complejos por parte de quien no tiene una mínima formación en ellos. El ejemplo se extendió a otros ámbitos donde los expertos en cada uno de ellos exigía lo mismo: pediatras, profesorado, jueces, etc. La idea subyacente es que en cada ámbito solamente pueden opinar del mismo los expertos en dicho ámbito. De medicina solo pueden opinar los médicos, de Derecho los juristas o de fontanería los fontaneros.

Y la idea no sería mala si no fuera por un detalle: que los expertos en cada campo no solo son expertos sino también parte interesada en otros aspectos, sobre todo en caso de conflicto. De modo que siempre cabe la duda sobre si una opinión experta solamente expresa conocimiento puro o si, por el contrario, lo que se esconde es un interés particular camuflado bajo la apariencia de opinión experta. O la simple pereza e inercia de hacer las cosas de una forma sin pararse a pensar que pueden hacerse de otra.

 

Lo anterior se refuerza porque otra de las cosas que ha puesto de manifiesto la pandemia es que algunas cosas que hacíamos antes se pueden hacer de otra forma mejor. Y no solo eso: que ya antes se podían haber hecho mejor y que sería conveniente seguir haciéndolas así haya o no pandemia. Un ejemplo es el teletrabajo, que antes de la pandemia casi nadie se tomaba en serio. O que para ciertas consultas o trámites médicos te puedan atender telefónicamente en vez de hacerte ir presencialmente a una sala de espera. O que tantos otros trámites se puedan hacer online en vez de presencialmente, con ahorro de desplazamientos y papeleo de por medio.

 

En mi caso particular, no tengo ni idea de mecánica. Cada vez que a mi coche le pasa algo, lo llevo al taller y sigo a rajatabla las indicaciones del experto, o sea, el mecánico. Normalmente tiene que cambiarle alguna pieza, y a veces no le queda más remedio que “pedirla a Alemania”. Casi siempre el precio me parece bastante caro, aunque según él me está haciendo un favor inmenso cobrándome solo lo que me está cobrando. Dado mi absoluto desconocimiento pago religiosamente lo que me pide, pero a veces me queda la duda de si realmente las cosas serán como me dice o si no será que a él le interesa hacer las cosas de esa forma y no de otra que pudiera resultar más barata para mí. O si es que simplemente hace las cosas así porque así lo ha hecho siempre sin plantearse siquiera si podría hacerlas de otra forma mejor.

 

Pues bien, mis dudas acerca del taller pueden tener sus análogas en otros campos. Desde luego que el lego en una materia puede no comprender las razones de algo que escapa a su conocimiento, y caer en cuñadismo si además lo critica desde esa ignorancia como si realmente lo entendiera. Pero tampoco está mal que sospeche (eso es el pensamiento crítico, ¿no?) y que plantee sus dudas (con humildad, sin cuñadismo) y que el experto esté abierto a explicarse de forma comprensible (o lo más posible) y, en su caso, aceptar que a veces puede confundir razones con intereses propios o pura pereza al cambio.

 

El único campo en el que puedo decir que soy lo más parecido a un experto es el de la docencia y la filosofía. Vamos a poner unos ejemplos, y que además están de actualidad ahora que estamos inmersos en pleno debate sobre la nueva ley de educación (LOMLOE).

 

El hecho mismo de que se esté modificando la nueva ley de educación. Es un mantra repetido hasta la saciedad que las leyes educativas se cambian cada dos por tres y que cada vez que hay un nuevo gobierno este pone una ley educativa distinta. En realidad es falso. Leyes educativas que realmente hayan supuesto cambios significativos en la organización del sistema educativo y la docencia solamente ha habido cinco en 50 años (medio siglo): la LGE (1970), la LOGSE (1990), la LOE (2006), la LOMCE (2013) y la LOMLOE si llega a aprobarse (¿2021?). Las demás (LOECE, LODE, LOPEG, LOCE) o no llegaron a aplicarse nunca (o no enteras) o no afectaban a aspectos significativos del sistema o la docencia.

 

De cualquier modo, la oposición a una nueva ley educativa ¿a qué se debe: a razones pedagógicas o a intereses particulares (o a simple pereza ante el cambio, sea o no necesario ese cambio)? ¿A que realmente la nueva ley va a afectar negativamente a la educación y formación de las nuevas generaciones, o a que el docente acostumbrado a una ley no quiere adaptarse ahora a otra distinta? (Aunque a veces da igual: hay docentes que siguen enseñando exactamente igual haya la ley que haya: la ley no pasa por ellos. Conozco a docentes que ni han usado los indicadores que decía la LOE de 2006 ni los estándares de la LOMCE de 2013: y ni se inmutan. Algo impensable en otros campos como el Derecho: ¿se imaginan a un juez juzgando siempre igual independientemente de las reformas del Código Penal?).

 

Pensemos en las asignaturas que se imparten ahora mismo en educación secundaria: matemáticas, plástica, música, educación física, biología, historia, latín, filosofía… Cada una cuenta con una plantilla de profesorado fijo que las imparte y cuyo número está en consonancia con las horas semanales de dicha asignatura. Por eso hay más plantilla de profesorado de lengua, por ejemplo, que de latín, ya que lengua se imparte en muchos más cursos y más horas que latín. Supongamos una ley educativa que pretendiera modificar las horas semanales de alguna asignatura. O peor aún: que planteara eliminar alguna de esas asignaturas a favor de más horas para otra o para introducir una asignatura nueva: Antropología, por ejemplo, o Introducción al Derecho. Eso implicaría profesorado de ciertas asignaturas ahora mismo existentes que sobrarían por falta de horas o por desaparición de su asignatura. Evidentemente, ese profesorado apelaría a la importancia transcendental que tiene su materia para una adecuada formación del alumnado, y además con las horas que ahora mismo tiene y no menos (y que por supuesto son insuficientes y deberían ser más, según él). La duda que surge es inmediata: ¿la oposición a dicha reforma sería por esas razones o por el claro (y legítimo) interés particular en no perder el empleo?

 

Hagamos el siguiente experimento imaginario: cojamos a un profesor de cada asignatura ahora mismo existente y con las horas semanales ahora mismo establecidas. Metámoslos en una habitación cerrada por fuera que solo abriremos con una condición: que nos entreguen un plan de estudios consensuado entre todos por unanimidad sobre qué asignaturas han de impartirse y con cuántas horas semanales cada una y hecho exclusivamente en base a razones pedagógicas y no de otro tipo. Pueden eliminar asignaturas ahora mismo existentes e introducir otras nuevas y aumentar o disminuir las horas de cada una (disminuyendo o aumentando las horas de otras asignaturas, claro). ¿Cuál sería el resultado al que llegarían estos expertos? Creo que no me equivoco si digo que, o bien jamás saldrían de allí, o lo que nos entregarían sería exactamente el mismo plan de estudios que tenemos ahora mismo, es decir, cada uno se quedaría exactamente tal y como está ahora (¡Virgencita que me quede como estoy!). Y eso se debe a que ningún profesor de lengua estaría dispuesto a aceptar que en vez de 4 horas semanales podría apañarse con 2 o 3, ni ninguno de música admitiría que en vez de música el alumnado aprendiera otra asignatura nueva (por poner dos ejemplos distintos). ¿Y de verdad alguien piensa que a esa conclusión se llegaría solo por razones expertas y sin mediar los intereses particulares (que insisto que pueden ser legítimos, pero no pedagógicos)?

 

Supongamos que ahora mismo alguien planteara que es buena idea que el alumnado sepa un mínimo de chino dada la importancia del gigante asiático y que cada vez más empresas demandan trabajadores que sepan chino. Supongamos que pedimos su opinión a dos expertos: ¿debería haber una asignatura nueva, en detrimento de la asignatura de Francés ahora mismo existente (o cualquier otra), en la que se enseñara chino al alumnado? Un experto consultado sería un profesor de Francés (u otra), el otro un experto en chino. ¿Llegarían a un acuerdo? Recordemos que ambos son expertos…

 

Ahora mismo no existe ese debate en la escuela, pero sí sobre la educación bilingüe. El debate sobre las ventajas e inconvenientes y sobre si es mejor o peor una educación bilingüe está sesgado por un elemento evidente: la mayoría del profesorado no sabe suficiente inglés para dar clases en ese idioma. Y caben dos posibilidades: que el profesorado que sí sabe esté demasiado emocionado con enseñar en ese idioma y que eso le lleve a ver ventajas donde no las hay, y que el que no sabe esté tan aterrado con la idea de tener que aprender inglés a su edad que solo pueda ver los inconvenientes.

 

Lo mismo se puede decir del debate sobre la introducción de las TIC en el aula: manejarlas con soltura es tan difícil que resulta imposible saber si las posiciones encontradas al respecto se deben realmente a verdaderas razones o al grado de competencia o incompetencia en su uso. De hecho, jamás he conocido a un docente que no sepa inglés entusiasmado con la educación bilingüe ni a un inepto de la informática entusiasta de la utilización de las TIC en clase (aunque sí que he conocido a docentes que echan pestes del bilingüismo que, pudiendo elegir, prefieren para sus hijos centros bilingües, curioso cuanto menos).  

 

A estas alturas puede entenderse lo que pasa también en los debates acerca de las metodologías docentes y por qué son diálogos de besugos: clase magistral, flipped classroom, ABP, etc.

 

Último ejemplo, aunque habría más: según este enlace, “médicos y científicos de las universidades de Oxford, Harvard y Nevada han hecho un llamamiento internacional para que los institutos empiecen la jornada a las diez de la mañana”. ¿Hace falta decir si la opinión del profesorado es a favor o en contra de esta medida? ¿De qué expertos nos fiamos, de unos o de otros? ¿Y las razones a favor o en contra son puramente expertas o de otro tipo?

 

¡Ojo!, no me posiciono a favor ni en contra de unas u otras alternativas, tan solo quiero llamar la atención hacia el hecho de lo difícil que es distinguir en esos debates la opinión puramente experta de los sesgos que se introducen inevitablemente debido a intereses propios o pura pereza al cambio (o entusiasmo por lo novedoso solo porque es nuevo, sin más, lo mismo me da una cosa que otra).

 

La única forma de garantizar que todos estos debates se abordaran de forma únicamente experta sería hacerlos en lo que Rawls llama “posición originaria”: una situación en la que quienes debaten tienen un “velo de ignorancia” sobre su situación particular. Por ejemplo, tienen que debatir sobre la diferencia de sueldos entre jefes y empleados sin saber si ellos mismos son jefes o empleados. O tienen que debatir sobre leyes de inmigración sin saber si ellos son nativos o inmigrantes. El problema es que, en la práctica, nadie es capaz de hacerlo así. Nuestros intereses particulares en un asunto sesgan nuestra opinión experta queramos o no.

 

Todo lo dicho puede aplicarse a los demás campos (si me he centrado en la docencia es porque lo domino más): medicina, judicatura, administración, policía, etc. En todos ellos hay expertos que, además, tienen intereses particulares. ¿Cómo distinguir cuándo un experto habla solo como experto y cuándo (o en qué medida) su opinión está sesgada por sus propios intereses (aunque sean legítimos)?

 

Por no hablar del hecho de que la propia especialización del experto puede estrechar tanto su punto de vista que le impida tener una perspectiva más amplia que incluya otros puntos de vista igualmente importantes. Sucede también en el campo de la docencia. El profesorado tiende a estrechar tanto su perspectiva que parece que no existe nada más que no sea estudiar, minusvalorando o ignorando directamente otras cosas importantes como socializar, divertirse o aprender otras cosas que no sean lengua o matemáticas. Es un sesgo que afecta, por ejemplo, al debate sobre los deberes para casa.

 

Algo que también se ha puesto de manifiesto con la pandemia de COVID. Las opiniones de virólogos, epidemiólogos, médicos, enfermeros, economistas, profesorado, etc., son tan expertas como estrechas cada una, y a cada uno le cuesta entender que su opinión debe coordinarse y ponderarse en el conjunto de opiniones expertas si de verdad queremos hacer algo sensato para encontrar una solución a este problema. Añade además los sesgos particulares de todo experto y tienes una bomba perfecta (y mientras tanto el virus campando a sus anchas y la economía hundiéndose).

 

 

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria. Coautor del libro Profesor de Secundaria, y colaborador en la obra colectiva Elogio del Cientificismo junto a Mario Bunge et al

 


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