
Imagen: el «cuñado» de los geniales vídeos de Santi Gª Cremades (@SantiGarciaCC)
29/09/2020
Y la idea no sería mala si no fuera por un detalle:
que los expertos en cada campo no solo son expertos sino también parte
interesada en otros aspectos, sobre todo en caso de conflicto. De modo que
siempre cabe la duda sobre si una opinión experta solamente expresa
conocimiento puro o si, por el contrario, lo que se esconde es un interés particular
camuflado bajo la apariencia de opinión experta. O la simple pereza e inercia
de hacer las cosas de una forma sin pararse a pensar que pueden hacerse de
otra.
Lo anterior se refuerza porque otra de las cosas
que ha puesto de manifiesto la pandemia es que algunas cosas que hacíamos antes
se pueden hacer de otra forma mejor. Y no solo eso: que ya antes se podían
haber hecho mejor y que sería conveniente seguir haciéndolas así haya o no
pandemia. Un ejemplo es el teletrabajo, que antes de la pandemia casi nadie se
tomaba en serio. O que para ciertas consultas o trámites médicos te puedan
atender telefónicamente en vez de hacerte ir presencialmente a una sala de
espera. O que tantos otros trámites se puedan hacer online en vez de presencialmente, con ahorro de desplazamientos y
papeleo de por medio.
En mi caso particular, no tengo ni idea de
mecánica. Cada vez que a mi coche le pasa algo, lo llevo al taller y sigo a
rajatabla las indicaciones del experto, o sea, el mecánico. Normalmente tiene
que cambiarle alguna pieza, y a veces no le queda más remedio que “pedirla a
Alemania”. Casi siempre el precio me parece bastante caro, aunque según él me
está haciendo un favor inmenso cobrándome solo lo que me está cobrando. Dado mi
absoluto desconocimiento pago religiosamente lo que me pide, pero a veces me
queda la duda de si realmente las cosas serán como me dice o si no será que a
él le interesa hacer las cosas de esa forma y no de otra que pudiera resultar
más barata para mí. O si es que simplemente hace las cosas así porque así lo ha
hecho siempre sin plantearse siquiera si podría hacerlas de otra forma mejor.
Pues bien, mis dudas acerca del taller pueden tener
sus análogas en otros campos. Desde luego que el lego en una materia puede no
comprender las razones de algo que escapa a su conocimiento, y caer en
cuñadismo si además lo critica desde esa ignorancia como si realmente lo
entendiera. Pero tampoco está mal que sospeche (eso es el pensamiento crítico,
¿no?) y que plantee sus dudas (con humildad, sin cuñadismo) y que el experto
esté abierto a explicarse de forma comprensible (o lo más posible) y, en su
caso, aceptar que a veces puede confundir razones con intereses propios o pura
pereza al cambio.
El único campo en el que puedo decir que soy lo más
parecido a un experto es el de la docencia y la filosofía. Vamos a poner unos
ejemplos, y que además están de actualidad ahora que estamos inmersos en pleno
debate sobre la nueva ley de educación (LOMLOE).
El hecho mismo de que se esté modificando la nueva
ley de educación. Es un mantra repetido hasta la saciedad que las leyes
educativas se cambian cada dos por tres y que cada vez que hay un nuevo
gobierno este pone una ley educativa distinta. En realidad es falso. Leyes
educativas que realmente hayan supuesto cambios significativos en la
organización del sistema educativo y la docencia solamente ha habido cinco en
50 años (medio siglo): la LGE (1970), la LOGSE (1990), la LOE (2006), la LOMCE
(2013) y la LOMLOE si llega a aprobarse (¿2021?). Las demás (LOECE, LODE,
LOPEG, LOCE) o no llegaron a aplicarse nunca (o no enteras) o no afectaban a
aspectos significativos del sistema o la docencia.
De cualquier modo, la oposición a una nueva ley
educativa ¿a qué se debe: a razones pedagógicas o a intereses particulares (o a
simple pereza ante el cambio, sea o no necesario ese cambio)? ¿A que realmente
la nueva ley va a afectar negativamente a la educación y formación de las
nuevas generaciones, o a que el docente acostumbrado a una ley no quiere
adaptarse ahora a otra distinta? (Aunque a veces da igual: hay docentes que
siguen enseñando exactamente igual haya la ley que haya: la ley no pasa por
ellos. Conozco a docentes que ni han usado los indicadores que decía la LOE de 2006 ni los estándares de la LOMCE de 2013: y ni se inmutan. Algo impensable en
otros campos como el Derecho: ¿se imaginan a un juez juzgando siempre igual
independientemente de las reformas del Código Penal?).
Pensemos en las asignaturas que se imparten ahora
mismo en educación secundaria: matemáticas, plástica, música, educación física,
biología, historia, latín, filosofía… Cada una cuenta con una plantilla de profesorado
fijo que las imparte y cuyo número está en consonancia con las horas semanales
de dicha asignatura. Por eso hay más plantilla de profesorado de lengua, por
ejemplo, que de latín, ya que lengua se imparte en muchos más cursos y más
horas que latín. Supongamos una ley educativa que pretendiera modificar las
horas semanales de alguna asignatura. O peor aún: que planteara eliminar alguna
de esas asignaturas a favor de más horas para otra o para introducir una
asignatura nueva: Antropología, por ejemplo, o Introducción al Derecho. Eso
implicaría profesorado de ciertas asignaturas ahora mismo existentes que
sobrarían por falta de horas o por desaparición de su asignatura. Evidentemente,
ese profesorado apelaría a la importancia transcendental que tiene su materia
para una adecuada formación del alumnado, y además con las horas que ahora
mismo tiene y no menos (y que por supuesto son insuficientes y deberían ser
más, según él). La duda que surge es inmediata: ¿la oposición a dicha reforma
sería por esas razones o por el claro (y legítimo) interés particular en no
perder el empleo?
Hagamos el siguiente experimento imaginario:
cojamos a un profesor de cada asignatura ahora mismo existente y con las horas
semanales ahora mismo establecidas. Metámoslos en una habitación cerrada por
fuera que solo abriremos con una condición: que nos entreguen un plan de
estudios consensuado entre todos por unanimidad sobre qué asignaturas han de
impartirse y con cuántas horas semanales cada una y hecho exclusivamente en
base a razones pedagógicas y no de otro tipo. Pueden eliminar asignaturas ahora
mismo existentes e introducir otras nuevas y aumentar o disminuir las horas de
cada una (disminuyendo o aumentando las horas de otras asignaturas, claro). ¿Cuál
sería el resultado al que llegarían estos expertos? Creo que no me equivoco si
digo que, o bien jamás saldrían de allí, o lo que nos entregarían sería
exactamente el mismo plan de estudios que tenemos ahora mismo, es decir, cada
uno se quedaría exactamente tal y como está ahora (¡Virgencita que me quede
como estoy!). Y eso se debe a que ningún profesor de lengua estaría dispuesto a
aceptar que en vez de 4 horas semanales podría apañarse con 2 o 3, ni ninguno
de música admitiría que en vez de música el alumnado aprendiera otra asignatura
nueva (por poner dos ejemplos distintos). ¿Y de verdad alguien piensa que a esa
conclusión se llegaría solo por razones expertas y sin mediar los intereses
particulares (que insisto que pueden ser legítimos, pero no pedagógicos)?
Supongamos que ahora mismo alguien planteara que es
buena idea que el alumnado sepa un mínimo de chino dada la importancia del
gigante asiático y que cada vez más empresas demandan trabajadores que sepan
chino. Supongamos que pedimos su opinión a dos expertos: ¿debería haber una
asignatura nueva, en detrimento de la asignatura de Francés ahora mismo
existente (o cualquier otra), en la que se enseñara chino al alumnado? Un
experto consultado sería un profesor de Francés (u otra), el otro un experto en
chino. ¿Llegarían a un acuerdo? Recordemos que ambos son expertos…
Ahora mismo no existe ese debate en la escuela,
pero sí sobre la educación bilingüe. El debate sobre las ventajas e
inconvenientes y sobre si es mejor o peor una educación bilingüe está sesgado
por un elemento evidente: la mayoría del profesorado no sabe suficiente inglés
para dar clases en ese idioma. Y caben dos posibilidades: que el profesorado
que sí sabe esté demasiado emocionado con enseñar en ese idioma y que eso le
lleve a ver ventajas donde no las hay, y que el que no sabe esté tan aterrado
con la idea de tener que aprender inglés a su edad que solo pueda ver los
inconvenientes.
Lo mismo se puede decir del debate sobre la
introducción de las TIC en el aula: manejarlas con soltura es tan difícil que
resulta imposible saber si las posiciones encontradas al respecto se deben
realmente a verdaderas razones o al grado de competencia o incompetencia en su
uso. De hecho, jamás he conocido a un docente que no sepa inglés entusiasmado
con la educación bilingüe ni a un inepto de la informática entusiasta de la utilización
de las TIC en clase (aunque sí que he conocido a docentes que echan pestes del
bilingüismo que, pudiendo elegir, prefieren para sus hijos centros bilingües,
curioso cuanto menos).
A estas alturas puede entenderse lo que pasa
también en los debates acerca de las metodologías docentes y por qué son
diálogos de besugos: clase magistral, flipped
classroom, ABP, etc.
Último ejemplo, aunque habría más: según este
enlace, “médicos y científicos de las universidades de Oxford,
Harvard y Nevada han hecho un llamamiento internacional para que los institutos
empiecen la jornada a las diez de la mañana”. ¿Hace falta decir si la opinión
del profesorado es a favor o en contra de esta medida? ¿De qué expertos nos
fiamos, de unos o de otros? ¿Y las razones a favor o en contra son puramente
expertas o de otro tipo?
¡Ojo!, no me posiciono a favor ni en contra de unas
u otras alternativas, tan solo quiero llamar la atención hacia el hecho de lo
difícil que es distinguir en esos debates la opinión puramente experta de los
sesgos que se introducen inevitablemente debido a intereses propios o pura
pereza al cambio (o entusiasmo por lo novedoso solo porque es nuevo, sin más,
lo mismo me da una cosa que otra).
La única forma de garantizar que todos estos
debates se abordaran de forma únicamente experta sería hacerlos en lo que Rawls
llama “posición
originaria”: una situación en la que quienes debaten tienen un “velo
de ignorancia” sobre su situación particular. Por ejemplo, tienen que debatir
sobre la diferencia de sueldos entre jefes y empleados sin saber si ellos
mismos son jefes o empleados. O tienen que debatir sobre leyes de inmigración
sin saber si ellos son nativos o inmigrantes. El problema es que, en la
práctica, nadie es capaz de hacerlo así. Nuestros intereses particulares en un
asunto sesgan nuestra opinión experta queramos o no.
Todo lo dicho puede aplicarse a los demás campos
(si me he centrado en la docencia es porque lo domino más): medicina,
judicatura, administración, policía, etc. En todos ellos hay expertos que,
además, tienen intereses particulares. ¿Cómo distinguir cuándo un experto habla
solo como experto y cuándo (o en qué medida) su opinión está sesgada por sus
propios intereses (aunque sean legítimos)?
Por no hablar del hecho de que la propia
especialización del experto puede estrechar tanto su punto de vista que le
impida tener una perspectiva más amplia que incluya otros puntos de vista
igualmente importantes. Sucede también en el campo de la docencia. El
profesorado tiende a estrechar tanto su perspectiva que parece que no existe
nada más que no sea estudiar, minusvalorando o ignorando directamente otras
cosas importantes como socializar, divertirse o aprender otras cosas que no
sean lengua o matemáticas. Es un sesgo que afecta, por ejemplo, al debate sobre
los deberes para casa.
Algo que también se ha puesto de manifiesto con la
pandemia de COVID. Las opiniones de virólogos, epidemiólogos, médicos, enfermeros,
economistas, profesorado, etc., son tan expertas como estrechas cada una, y a
cada uno le cuesta entender que su opinión debe coordinarse y ponderarse en el
conjunto de opiniones expertas si de verdad queremos hacer algo sensato para
encontrar una solución a este problema. Añade además los sesgos particulares de
todo experto y tienes una bomba perfecta (y mientras tanto el virus campando a
sus anchas y la economía hundiéndose).
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural.
Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria. Coautor del
libro Profesor
de Secundaria, y colaborador en la obra colectiva Elogio
del Cientificismo junto a Mario Bunge et al.
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